El músico creador de Soda Stereo expandió la semilla del rock argentino por el mundo y dejó una obra única, ambiciosa, moderna y vital. Igual que su supuesto antagonista, el Indio Solari, Gustavo Adrián Cerati (Buenos Aires, 1959-2014) apenas guardaba relación con el linaje del rock nacional cuando asomó su enrulada cabeza. Esto es, que no necesariamente descendía de la obra de Charly García, Luis Alberto Spinetta, Litto Nebbia, Manal, Moris, Tanguito o Pappo. Aún así, por talento, calidad, aura y profesionalismo, por prepotencia de trabajo que le dicen, también terminó entreverado en lo más alto del Olimpo de los solistas del rock argentino.
En ese escenario post Malvinas de los primeros ‘80 en los que se hizo público, se mostró de entrada como un solipsista. Eso es, el que suscribe a una creencia metafísica que postula que lo único de lo que uno puede estar seguro es de la existencia de su propia mente. Y aunque de principio a fin su zona de anclaje musical estuvo alimentada por aduanas extranjeras (de Beatles a My Bloody Valentine, pasando por Led Zeppelin, Santana, David Bowie, The Police y Echo & the Bunnymen), con el tiempo dejó entrever que Almendra, Sui Generis, Invisible, Vox Dei también formaron parte de su cadena alimenticia musical. Igual que otro anglófilo empedernido como Jorge Luis Borges, no pudo nunca esconder su apego a la tradición local, del mismo modo que el escritor no soslayó a la poesía gauchesca, a Evaristo Carriego, al tango y a Macedonio Fernández.
Decíamos post-Malvinas y esto siempre aludirá, en el plano de la industria de la música argentina, al extraño y favorable caso donde una prohibición surgida de una dictadura militar, la de propalar música en inglés durante el conflicto bélico, posibilitó una apertura inédita al rock argentino a partir de su crecimiento exponencial en la difusión radial, que por entonces significaba casi la totalidad de la forma de hacerse escuchar para un artista. Cerati y Zeta Bosio, su compañero de estudios de Publicidad en la Universidad del Salvador y acaso el mejor socio musical que jamás tuvo, usufructuaron esa posibilidad y el status quo que prosiguió para conformar, junto al baterista Charly Alberti, lo que el continente conocería como Soda Stereo, acaso la más influyente y talentosa banda del llamado rock latino.
Durante exactos tres lustros (1982-1997), Soda creció a la medida de la calidad compositiva de Cerati, su gracia interpretativa, su incansable ambición y su notable profesionalismo. De todos los grupos argentinos que en los ‘80 se lanzaron a conquistar Latinoamérica (Zas, G.I.T, Enanitos Verdes, Virus, Los Violadores), Soda fue el más sostenido y el que más lejos llegó y el que mejor evolucionó. Basta ver (y escuchar) el arco narrativo que une a su debut Soda Stereo (1984) con su obra final (Sueño Stereo), pasando por obras maestras como Signos (1986), Canción animal (1990) y Dynamo (1992) para encontrar un corpus inigualable dentro de sus pares.
Aunque para muchos Cerati era una suerte de solista en banda dentro de los fueros de Soda, su debut como solista tuvo lugar en un marcado impasse de la banda, a comienzos de los ‘90, atravesado por su matrimonio con Cecilia Amenábar y la dulce espera de su primer hijo, Benito. Publicado el 1° de noviembre de 1993, lo que diferencia al primer disco solista de Cerati de una probable versión audiovisual de la revista Ser padres hoy es la mirada vasta, expansiva, con trazos de real sinestesia, que siempre desarrolló el músico. Aun así, Amor amarillo es un álbum que no puede renegar de la felicidad y la paz en la que fue concebido, el diástole/sístole que documenta una plenitud amorosa inaudita, del mismo modo que, en los tiempos de Soda, Canción animal (1990) fue la proclama dionisíaca carnal
Y Doble vida (1988) la resaca agridulce del estrellato. Ni el propio Gustavo, tan dado a la fachada distante hasta entonces, no puede renegar de su cara de marmota enamorada en el clip de Te llevo para que me lleves, su primer corte.
El disco es uno de los cinco argumentos nodales para consagrar el primer lustro de Cerati en los ’90 como uno de los más creativos que haya tenido un músico de rock en la Argentina. Hablamos de un período que comienza con el tan mencionado Canción animal, continúa con el exploratorio Colores Santos junto a Daniel Melero, prosigue con el manto eléctrico de Dynamo (Soda, 1992) y, salteándolo, culminaría con la notable suite de Sueño Stereo (1995). Un estado de gracia casi sin parangón.